Reseña de Cómic
Los Grandes Espacios
de Catherine Meurisse
Juan Agustí
Edición española: Impedimenta (IV-2021), según la edición francesa de Dargaud de Les Grands Espaces (IX-2018)
Guión y dibujo: Catherine Meurisse
Color: Isabelle Merlet
Traducción de Rubén Martín Giráldez
96 páginas más cubiertas.
Encuadernación en rústica con solapas
ISBN: 978-84-17553-94-4
21 €
Después de escapar de forma casual del atentado contra Charlie Hebdo en enero de 2015, Catherine Meurisse ha desarrollado la capacidad de impregnar sus obras de un sentido trascendente que las hace particularmente especiales.
Ya lo consiguió con su obra anterior, La levedad, donde nos narra su insólita terapia para superar la traumática experiencia: sufrir el síndrome de Sthendal mediante una larga estancia en Roma. Para ello, solicitó alojarse en Villa Médici, sede de la Academia Francesa, lugar donde pasaría todo el invierno.
Sumergirse en la belleza fue la solución para dejar atrás sus terribles pérdidas: “Alejada ya del caos, la razón se reanima y se recupera el equilibrio junto con la percepción. Veo con menor intensidad, pero recuerdo lo que he visto. Confío en permanecer despierta, atenta a cualquier signo de belleza. Esta belleza que me salva, devolviéndome la levedad”, termina diciendo.
Aparentemente, su siguiente obra, Los grandes espacios, nos cuenta la infancia de la autora: sus padres adquieren una finca en el campo, donde irán construyendo su propia casa, con su jardín y su huerto. Entre recuerdos y anécdotas, de lo que realmente nos habla Catherine Meurisse en esta obra es de cómo uno mismo trata de preservar su infancia en la memoria, de cómo se va aferrando a sus recuerdos tratando, con ello, de dotar de un significado a nuestra vida.
A lo largo de toda su carrera, Meurisse ya nos había explicado que para ella, el arte y la literatura son tan necesarios como el aire que se respira. Lo demostró en La comedia literaria (publicada aquí también por Impedimenta) y en otras obras de su producción anterior a la fecha del fatídico ataque. Inéditas todavía en castellano, en Le Pont des Arts (Sarbacane, 2012) o Moderne Olympia (Futuropolis-Museé d’Orsay, 2014) ya nos había ido desgranando, desde su punto de vista personal, una buena cantidad de escritores, pintoras, así como de sus producciones.
Allí quedó demostrado que Meurisse está dotada de una notable capacidad de observación y de un extenso sentido del humor que abarca desde la broma inocente a la corrosiva ironía. Tómense como muestra dos de las portadas alternativas que diseño Catherine para el primer número de Charlie Hebdo después del atentado que acompañan esta reseña o la interpretación de la escena de la magdalena de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust que pertenece a la página 124 de La comedia literaria.
Es por eso que en Los grandes espacios se sigue reconociendo a la “antigua” Meurisse. Por sus páginas vuelven a pasear Voltaire y Proust, Zola y Baudelaire, Racine y Rabelais, pero también Corot y Courbet, Caravagio o Poussin, esta vez de la mano de una niña que “de lejos es guapa, pero de cerca es un callo”, como afirman sus compañeros de clase. El humor también está ahí, como siempre, con un amplio abanico de registros, que van desde lo evidente (resulta impagable la presencia de políticos como Ségolène Royal), o que necesitan de una lectura atenta (por ejemplo, en la crítica que realiza sobre la pirámide del Louvre).
Sin embargo, esta obra tiene un nivel de lectura mucho más intenso. El mundo de Catherine y de su inseparable hermana Fanny es un pequeño cosmos en sí mismo. Como afirma la propia autora, es la caja de herramientas con la que sus padres las dotaron para construir su propio yo. Los principios allí sembrados sirven para sobreponerse a las situaciones adversas. La sombra del ataque a Charlie Hebdo planea de nuevo. No tarda uno en darse cuenta de que esta obra está relacionada con La levedad.
Se utilizan varios recursos para salir del mero relato autobiográfico. El primero de ellos pasa casi desapercibido: a pesar de que los personajes principales de la historia son principalmente niños, algunas de sus conversaciones no son infantiles en absoluto, más bien al contrario, hasta el punto de que muchas de sus manifestaciones parecen antinaturales: conozco muchos adultos que no serían capaces de expresarse en esos términos. Y es que, aunque aparentemente, la estructura temporal del relato parece lineal, no es así. Son las voces en el interior de la autora las que hablan por ellos.
Varias ilustraciones a doble página aportan significaciones muy concretas. En la primera de ellas (páginas 46 y 47), la autora se representa a sí misma como Luis XIV, montada sobre un “Pequeño Pony” y a su pequeño mundo rural como su Versalles particular. La viñeta se basa en la pintura L’Orangerie, de Jean-Baptiste Martin (más conocido como Martin de las Batallas), aderezado con elementos que conforman el universo de la autora: un enano de jardín sobre un pedestal que reza “Et in arcadia ego”, un recipiente con algún tipo de líquido para atrapar insectos colgando de un árbol —la pila bautismal—, una enorme pancarta en contra de la concentración parcelaria que cuelga de uno de los edificios… Todos estos elementos tienen un significado explicado previamente en la narración, así que la viñeta actúa en este caso como resumen: explica muy bien el concepto de “caja de herramientas” que comentaba antes.
Parte del relato se dedica a Le Roman d’un enfant, en la que el escritor Pierre Loti describe su infancia, inspirando a las hermanas en la creación de un “museo” donde recogen todos los “tesoros” que van encontrando en el jardín, que van desde fósiles desenterrados hasta cacas de vaca. Se trata de conservarlo todo. La nostalgia queda descrita como “cosa de viejos”.
La segunda ilustración doble (páginas 70 y 71) presenta un grupo de árboles y está basada en una sanguina de Fragonard. Fanny y Catherine visitan el Louvre: “Descubrí aquellos lugares, aquellas obras, aquellos vestigios, aquellas pinturas y me pareció que los conocía de siempre, curiosamente”, para terminar declarando: “Era mi jardín, eran mis paisajes, mis grandes espacios”. En la conversación que una adulta Catherine tiene posteriormente con sus padres nos aclara su sentido. Esos espacios representan la negación a ser dependiente o vulnerable. Los árboles representan la eternidad, lo inmutable. Aunque un ejemplar concreto termine muriendo, siempre se podrá tomar un esqueje suyo para que se reproduzca. El esqueje es la metáfora de su renacimiento tras el trauma sobrevenido. Sus padres lo aprendieron al perder las casas de sus infancias, “una desgracia muy común de la que difícilmente uno se recupera”. Aún a riesgo de dispersarme demasiado, me resulta imposible en este punto no nombrar en este punto la película “Las horas del verano”, de Olivier Assyas, con una aproximación bien distinta a este hecho.
La visita continúa. Quizás el momento más claro donde se observa la relación de este álbum con La levedad sea en la ilustración doble de las páginas 74 y 75. La Gran Galería del Louvre se representa totalmente iluminada, mientras ambas hermanas contemplan La buenaventura. Las páginas 128 y 129 de La levedad también están formadas por una ilustración a doble página de este mismo lugar, sólo que la galería está a oscuras. Tan sólo la obra de Caravaggio, alegoría del fraude y la ingenuidad, aparece iluminada en medio de la negritud. Es la manera que tiene la autora de describir que ha conseguido desprenderse de esa pesadumbre trágica o más exacto que eso, sería decir que ha recuperado la ligereza, la levedad. Quizás sólo los que nos hemos recuperado de una tragedia importante o de una enfermedad grave entendamos completamente ese concepto en su auténtica dimensión, pero la gigantesca metáfora que plantea Meurisse se me antoja magnífica.
Eso no es todo, tan sólo dos páginas más atrás, Catherine le explica a su hermana que sus dos obras favoritas del Louvre versan también sobre la Gran Galería. Se trata de dos cuadros de Hubert Robert, colocados juntos, que también forman parte del mensaje anterior: en el primero de ellos se muestra la Galería repleta de gente; en la segunda, está sin techo, en ruinas, y la naturaleza ya ha comenzado a reclamar su espacio. Pero, a pesar de ello, en ambas hay gente dibujando.
En las páginas finales, la autora reflexiona también acerca de su condición de artista. Sus trabajos sólo tienen éxito inicialmente como caricaturista. Aunque al principio de la obra ya incrusta alguna trabajada viñeta resaltando sus estudios en las escuelas superiores de Artes e Industrias Gráficas y Artes Decorativas (como por ejemplo, las delicadas filigranas botánicas que ilustran la página 39), pero es que después de la última conversación con su enanito de jardín (“¿Sabes que no podrás esconderte en este jardín toda la vida, ¿no?!), el dibujo adquiere un trazo distinto, más elaborado. Meurisse pone en ello su mayor empeño.
Finalmente, una adulta Catherine se levanta, sale del campo de girasoles y cruza por una paraje que representa, además del ataque a Charlie Hebdo, todas las cosas angustiosas de su vida. De nuevo se utiliza la ilustración a doble página, que debe entenderse esta vez siguiendo el contexto de la última viñeta de la página ocho, donde la peste a herbicida que desprenden las balas de heno “cantan el fin del alma y otras cosillas”. Allí, su padre le enseñará un olmo de aproximadamente su edad: “Nos observa”, concluye el padre.
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Como podéis ver, el álbum está plagado de innumerables detalles de este tipo, demasiados para enumerarlos todos. Con cada nueva lectura se van descubriendo más, ya que está pleno de ellos, y muchos no son obvios. Baste como ejemplo señalar la multitud de citas literarias que contiene, que son muchas y muy bien traídas, algo en lo que no me pienso extender porque la reseña podría ocupar demasiado. Meurisse es, además de dibujante, licenciada en Literatura e Historia del Arte.
La edición en castellano, a cargo de Impedimenta, está muy bien acabada, como en el caso de las otras dos obras de Meurisse que ha publicado. A ver si la editorial se anima y recupera alguna de sus obras realizadas con anterioridad.